miércoles, 5 de diciembre de 2007

Recuerdos

Recuerdos
De Jéssica Hernánz.
[Relato publicado en la revista piloto durante el año académico 2006/2007]


Ahí está, sentada, pensando supongo. ¿Qué puede hacer una abuelilla ahora a estas alturas
de su vida? Ya tiene a sus hijos casados, nietos creciditos, y la pena de la pérdida de la persona a la que amaba aún se le refleja en los ojos, detrás de un grueso cristal oscuro.
Decidme: ¿Alguno de vosotros se ha parado a pensar en la vida que tuvieron anteriormente alguno de los abuelos o abuelas, que pasean cada día en vuestro barrio?
Yo sé esta historia. Se sitúa hace ya mucho tiempo, dentro de España, allí por la Solana, en esos campos donde el azafrán crece y la gente es abierta. Por aquel entonces todavía salían los vecinos hasta altas horas de la noche a la calle, con sus sillas, y se pasaban el tiempo hablando y hablando...
Esa noche se comentaba la fiesta del día siguiente; se esperaba algo grande, pues el alcalde había prometido un gran premio: mil duros a quien gastara la mejor broma, pues eran los Santos Inocentes. La noche se acabó, y el sol anunció ese día tan esperado. Ángela se levantó. Una sonrisa extraña le relucía en la cara. Su abuela le preguntó: “¿Niña qué te pasa, es que acaso vas a ganar el premio de los inocentes?” “Quién sabe.”, respondió con tono despreocupado. La abuela sólo sonrió y le dijo que hiciera de la suyas por ahí, pero que volviera antes de las seis para preparar los buñuelos de la fiesta de esa noche. Ángela tenía que ganar el concurso de buñuelos como todos los años: “Tranquila que llegaré pronto, y serán los más comentados de toda la historia de este pueblo”.
Esa noche todo el mundo se reunió en la plaza del pueblo. ¿Quién sería el ganador de ese estupendo concurso de las inocentadas? Estaba todo dudoso. Las bromas no habían sido muy buenas.
Tomás, el panadero, había gastado una que le había costado el hinchazón de un ojo. Vendió a Luisón un pan mohoso, de varios días. Éste no lo notó hasta llegar a su casa y, con el humor que todos conocen en el pueblo, volvió a la tienda y se lió a puñetazos con el pobre Tomás.
A Bartolo le habían pintado las cabras de tinte de colores, pero los autores de este terrible crimen hacia el mundo animal, estaban demasiado borrachos para salir corriendo después de la fechoría, por lo que se quedaron durmiendo entre los desconcertados animales, llevándose por la mañana su merecido despertar a base de fuetes garrotazos de parte del cabrero, que aún no se había recuperado del susto recibido al ver a sus dulces bichos tan vistosamente decorados.
Y bueno, la mujer del alcalde, al cortarle el pelo a su marido, como él no se daba cuenta, se lo cortó a lo monje, con una calva en la coronilla; allí iba ella tan orgullosa por el pueblo de la inocentada que le había gastado a su marido, aunque el pobre hombre no estuviera tan orgulloso de su nueva imagen.
En fin, el caso es que el alcalde se subió encima de una plataforma, y con voz aguda dijo:
“Buenas noches. Antes de decidir el ganador del concurso de este año, pasaremos al concurso del mejor buñuelo”. Las chicas del pueblo empezaron a subir, le ofrecían una bandeja de buñuelos al alcalde. Éste ponía cara de felicidad al degustarlos; sus kilitos de más hacían ver que era goloso. La última, pero no menos esperada por sus triunfos anteriores, era Ángela. Al alcalde se le iluminó la cara especialmente, pues sus dulces solían ser exquisitos. Cogió uno mirándolo con deseo, abrió su gran boca y se lo metió de un golpe. Cuando cerró la boca dándole el primer mordisco, ¡lo escupió de repente! “¡Que asco! ¿Pero qué es esto?” Retrocediendo en el tiempo, esa tarde Ángela llegó a su hora, se fue al corral, y con las boñigas de los burros bien redonditas y bien enharinadas, preparó una fabulosa bandeja para la fiesta: “Boñigas de burro” respondió Ángela partiéndose de risa. Unas explosivas carcajadas empezaron a sonar entre la gente, las risas duraron mucho, y sus buñuelos fueron muy comentados, y sobra decir quién gano el concurso de los Santos Inocentes.
Ahora, mucho tiempo después las risas de ese día, ya no suenan. Bueno, no suenan para nosotros, porque ahí, en esa cabecita sentada en el banco, viendo la puesta del sol, se oyen muy cerca.
De repente a la anciana le rebotó un último rayo de luz en las gafas: “Niña ven aquí, vamos, la puesta de sol se ha acabado, y empieza a refrescar”. “Sí, abuela,” dije yo, “vamos ya”. Se agarró a mi brazo y con dificultad nos encaminamos hacia casa.
Es difícil de comprender, ¿a quién de nosotros se nos hubiera ocurrido esa idea para ganar un concurso? ¿ Quién se imagina que esa persona tan indefensa ahora, ha sido tan viva? Mucha pena no me da, aunque la mayor parte de su vitalidad la ha perdido. Tiene sus recuerdos, y lo más importante, tiene a quien contárselos, a nosotros sus nietos.


Jéssica Hernánz

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