viernes, 23 de abril de 2010

El Francés

El Francés

De:Aldo Dragaza Valverde


Ya no somos inocentes
ni en la mala ni en la buena
cada cual en su faena
porque en esto no hay suplentes

con tu puedo y con mi quiero
vamos juntos compañero

algunos cantan victoria
porque el pueblo paga vidas
pero esas muertes queridas
van escribiendo la historia

Mario Benedetti


EL FRANCÉS

El Francés llegó a Vigo como polizón de un barco que había salido del puerto de L'Havre una semana antes. Era de París, y tuvo que huír de allí después de atracar un banco con la cuchilla que usaba para afeitarse. Ahora ya nada le ataba a su país natal, excepto la morriña: toda su familia y amigos le dieron la espalda cuando lo buscaba la policía, así que lleno de desesperación se escondió en el primer barco en el que consiguió colarse.

Una vez en Vigo, buscó trabajo en el puerto y allí ganó cuatro duros, sin contrato ni seguro, descargando y cargando cajas para un pequeño almacén de venta de bogavante al por menor. Trabajaba nueve horas, y cuando los camiones llenos de crustáceo vivo llegaban de Irlanda a veces incluso entraba a las seis de la mañana, para no salir hasta las cinco de la tarde. Pero aún con extras, su sueldo semanal no llegaba a los 120 euros, viviendo con lo justo para pagarse la habitación de un piso compartido y algo que llevarse a la boca.

A los pocos meses se hizo un esguince cuando llevaba unas cajas de marisco de un almacén a otro, resvalando en el suelo mojado del muelle. Como finiquito, el mandamás del negocio le pagó lo que le pertenecía por esa semana menos veinte euros, “y tendría que restarte aún más por todo lo que se fue al suelo cuando caíste, ¿sabes cuánto dinero perdí por tu culpa?” fue todo lo que logró sacarle a su jefe, precediendo a un “y no quiero volver a verte por aquí”.

Es cruel que te cuenten cosas así, yo aún no lo conocía en aquella época. Cuando yo conocí al Francés ya vivía en el cajero automático.

Fue mediante mi amigo Javi, que trabajaba en la plaza repartiendo periódicos y cuando acababa se sentaba con los tres vagabundos a fumar un cigarro. Alguna vez coincidí con ellos cuando iba a clase a segunda hora, y a veces me quedaba con ellos hasta la hora del recreo. El bachillerato no me atraía nada, sin embargo las charlas con aquellos tres hombres eran de lo más productivas y aportaban más enseñanzas que cualquier clase de Instituto. Es interesante oír las cosas que te dice gente que vive en la calle, aprendes a valorar realmente las cosas. Algunas veces ni siquiera hablábamos de nada interesante, pero me reía mucho debatiendo con el Francés sobre quesos, defendiendo yo al queso de tetilla, replicando él que cualquiera de los 365 tipos de queso que tienen en Francia era mejor que el nuestro. “No discutáis, el mejor es el que hay dentro de mis zapatos” decía entre risas Luisito, el del Caixanova de la calle Camelias; “o al menos es el que mejor huele”.

Aquellos meses intentábamos ayudarles con lo que fuese; así, Javi les prometió una comida de plato y cubiertos si aguantaban una semana sin beber. Luís y Vicente no aguantaron ni dos días, pero el Francés logró llegar al domingo sin una gota de alcohol, o al menos en el tiempo que pasamos con ellos no mostró signos de embriaguez ni mal aliento (al menos, no tanto como el habitual), así que el domingo se fueron los dos a comer a un buen mesón del barrio. Y que bien le sentó aquella tortilla de patatas y aquel pulpo “á feira” al Francés, nunca lo había visto sonreír tanto como aquella tarde de domingo en los bancos de la plaza de la Independencia. Tuve un profesor que nos explicaba que había una diferencia enorme entre las caras de la gente que pasean por la ciudad al mediodía y las caras de los transeúntes a las cuatro de la tarde. “Depués de comer, veréis como la gente sonríe el doble”, aquella tarde le dí la razón.

Yo les di algunas ropas, y el Francés se quedó con un chándal del Celta que yo ya no usaba, desde aquel momento siempre intentaba ver el resumen de los partidos desde el exterior de alguna cafetería. “Ya que no puedo seguir a mi Olympique, ahora soy también del Selta” decía un orgulloso Francés con aquel acento tan característico. De todas formas los lunes yo solía pasarle el parte, tanto de la liga francesa como de la española, y disfrutaba detallándole los goles y reviviendo con ellos en la Plaza las mejores jugadas.

Por el mes de abril el periódico gratuíto que repartía Javi cerró. Cosas de la crisis, ya nadie se publicitaba en él, y sin publicidad esos periódicos no pueden sobrevivir. A eso hay que unirle que yo estaba en plena época de exámenes, por lo que rara vez salía ni siquiera para ver la luz del sol, así que dejamos de estar a menudo con nuestros amigos sin techo.

Hace pocas semanas pasé por la calle Uruguay y me encontré al Francés semi-tumbado en la entrada a un garaje, tapado con una manta de colores que había encontrado en la basura y ataviado con aquel abrigo de mujer que lo hacía tan cómico; “Me paresco a Napoleón” decía sin perder su buen humor. A su lado, la mochila agujereada que contenía sus otras (pocas) ropas, sus botas de montaña que siempre llevaba y un tetra-brick. Fue una alegría enorme verlo, le invité a un cigarro y me fue contando como le iba la vida. Me contó que procuraba beber sólo un litro al día, “y mesclado”. Lo justo para no pasarse, según él. También me contó que días atrás una señora había despertado a Luís, diciéndole que sus días durmiendo en los cajeros se habían acabado, y que le prepararía el sótano de su casa para que pudiese dormir allí, pero que éste no sabía si aceptar la invitación porque temía que fuese una fantasía sexual de la anciana y quisiera de él unos servicios que no estaba dispuesto a prestarle. “Fantasía sexual... va a ser eso”, pensé yo intentando aguantar la risa. Me siguió contando que pretendía volver a Francia, “pero al Sur, que es mas tranquilo”; ya que tenía un contacto que le conseguiría una identidad falsa. Cuando hablaba de volver se le inundaba la boca.

Le regalé lo que me quedaba en la cajetilla y continué mi camino, prometiéndole unas cañas la próxima vez que nos viésemos; “pero sin alcohol”, exclamó él riéndose, “que por aquel entonses ya lo habré dejado”.

Y algo de razón tenía; la verdad es que no lo volví a ver. Y aún tengo en mente la imagen del periódico, la manta de colores que tapa un cuerpo ataviado con el chándal del Celta que yo le regalé, en posición fetal sobre un banco de la Plaza. Sí, es el mismo banco en el podíamos hablar tanto de quesos como del tiempo, qué más daba. Había un cartón de vino al lado del cuerpo. “Protesta en la Plaza de la Independencia por la muerte de un vagabundo”, leo en el titular, “Las asociaciones piden al gobierno de la Xunta la creación de un albergue con urgencia”.

Y tanta falta que hace, seguro que el Francés se encontró aquella noche el cajero cerrado y allí quedó, dormido en el banco, con el chándal, el abrigo de mujer y la manta que no fueron quién de frenar aquella ola de frío.

Aldo Dragaza Valverde

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