Comenzó desanudándose la
corbata porque creyó que la pastilla que se había tomado para el persistente
dolor muscular que arrastraba durante mucho tiempo estaba atravesada en su
garganta.
Medio asfixiado, a la
corbata siguió el primer botón de la camisa, luego el segundo, el tercero y así
el resto, aunque los de las mangas se resistieran y quedase su cuerpo atrapado
como en una indumentaria de fuerza.
Dando tumbos Alberto, de
profesión contable en una Central de llamadas en varios idiomas, sintiéndose
marioneta observada por un público que no había pagado entrada para contemplar
el espectáculo, consiguió llegar frente al cartel que diferenciaba por sexos el
espacio más reservado de toda la oficina. Frente al espejo del cuarto de baño,
un tríptico que ocupaba toda la pared haciendo que las imágenes reflejadas
pareciesen de cine, se le presentó triplicado el semblante frío y déspota de quien minutos antes le había montado una
espectacular bronca, como de costumbre, para dejar bien claro quién mandaba. Su cara odiosamente burlona e
insultante ahora se veía amoratada, con los ojos inyectados de sangre que
brotaba hacia dentro y la lengua atravesada por dientes caníbales. Esperpéntica
secuencia de un film de Hitchcock.
El sudor se apoderó de
Alberto que bajó cabeza hasta los grifos buscando el chorro de agua fría.
Segundos después, al
incorporarse de nuevo y quedar otra vez frente al espejo múltiple otro rostro
se le apareció.
Ahora era un hombre
modoso, sombrío, taciturno, acobardado, envejecido; bordeados los ojos de color
violeta, la tez verduzca semejante a la hiel; de mirada ausente y sin sonrisa.
El mismo hombre que cada mañana guardaba ordenadamente en la cartera de
polipiel los papeles que había leído la noche anterior; el que llevaba cada día
traje gris oscuro por exigencias del guión; aquel que se alimentaba de
sándwiches y cafés para no perder el tiempo y al mismo tiempo estar bien
despierto.
Volvió de nuevo al
chorro frío que de tanto ser libre ya era helado. Lo sintió caer sin piedad y
sin aprensión se dejó acariciar la nuca y las sienes hasta que los ríos
húmedos, casi glaciares, le invitaron a levantar suavemente la cabeza para
desafiar de nuevo al espejo. Entonces se vio con el pelo empapado, el torso
desnudo, sus cuarenta y pocos años teñidos de energía y ese guiño infantil que
nunca perdió. Se quedó inmóvil unos segundos y añadió: “Ya no existes,
gilipollas”.
El espejo triplicó el
sonido en forma de mueca mientras los labios pasaban por todas las fases de la
expresión hasta llegar a la sonrisa. Al tiempo, el chorro helado que seguía su
curso golpeando la fría Roca del
lavabo, elevando vapor hacia el cristal, añadió sobre la imagen la leyenda
tripartida: “Met-amor-fosis”.
Prefirió no achacar el
desconcierto a la pastilla para el dolor muscular y de nombre impronunciable
porque éste desapareció como si hubiera atravesado la superficie de cristal
para perderse en la capa de mercurio y estaba seguro que ya no volvería; al menos
por esta vez. Aunque la palabra divida le resultara un cóctel trilingüe, la
tradujo admirativamente por ¡Adelante!
Salió del baño como
estaba y aunque se sintió de nuevo observado, perdidos ya los hilos de
marioneta, desanudada para siempre la corbata, sueltos también los botones de
las mangas de la camisa, llevaba la mirada al frente haciendo cálculos mentales
de los segundos reprimidos durante los últimos años. Si eso Alberto lo
multiplicaba por cada uno de los observadores, la cifra infinitesimal podía
compararse con las estrellas. Se compadeció de los débiles y de los muy
fuertes, maniatados y víctimas cada uno de su particular causa, atrapados en
dolencias de todo tipo, remedios ineficaces y pastilla con nombres de Babel. Depositó en la papelera las que
tomaba para su particular dolor muscular. Asió la cartera llena de aire y se
fue sin dar portazo, robando a los espectadores el gusto de encogerse si el
estruendo hubiera estallado.
Con la lucidez recobrada
y el cuerpo ligero como un ser inmaterial se perdió por el Gran Parque.
Autora: Pilar del Campo Puerta
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