lunes, 1 de diciembre de 2014

¡Adelante!

Comenzó desanudándose la corbata porque creyó que la pastilla que se había tomado para el persistente dolor muscular que arrastraba durante mucho tiempo estaba atravesada en su garganta.

Medio asfixiado, a la corbata siguió el primer botón de la camisa, luego el segundo, el tercero y así el resto, aunque los de las mangas se resistieran y quedase su cuerpo atrapado como en una indumentaria de fuerza.

Dando tumbos Alberto, de profesión contable en una Central de llamadas en varios idiomas, sintiéndose marioneta observada por un público que no había pagado entrada para contemplar el espectáculo, consiguió llegar frente al cartel que diferenciaba por sexos el espacio más reservado de toda la oficina. Frente al espejo del cuarto de baño, un tríptico que ocupaba toda la pared haciendo que las imágenes reflejadas pareciesen de cine, se le presentó triplicado el semblante frío y déspota  de quien minutos antes le había montado una espectacular bronca, como de costumbre, para dejar bien claro quién mandaba. Su cara odiosamente burlona e insultante ahora se veía amoratada, con los ojos inyectados de sangre que brotaba hacia dentro y la lengua atravesada por dientes caníbales. Esperpéntica secuencia de un film de Hitchcock.  


El sudor se apoderó de Alberto que bajó cabeza hasta los grifos buscando el chorro de agua fría.

Segundos después, al incorporarse de nuevo y quedar otra vez frente al espejo múltiple otro rostro se le apareció.


Ahora era un hombre modoso, sombrío, taciturno, acobardado, envejecido; bordeados los ojos de color violeta, la tez verduzca semejante a la hiel; de mirada ausente y sin sonrisa. El mismo hombre que cada mañana guardaba ordenadamente en la cartera de polipiel los papeles que había leído la noche anterior; el que llevaba cada día traje gris oscuro por exigencias del guión; aquel que se alimentaba de sándwiches y cafés para no perder el tiempo y al mismo tiempo estar bien despierto.


Volvió de nuevo al chorro frío que de tanto ser libre ya era helado. Lo sintió caer sin piedad y sin aprensión se dejó acariciar la nuca y las sienes hasta que los ríos húmedos, casi glaciares, le invitaron a levantar suavemente la cabeza para desafiar de nuevo al espejo. Entonces se vio con el pelo empapado, el torso desnudo, sus cuarenta y pocos años teñidos de energía y ese guiño infantil que nunca perdió. Se quedó inmóvil unos segundos y añadió: “Ya no existes, gilipollas”.


El espejo triplicó el sonido en forma de mueca mientras los labios pasaban por todas las fases de la expresión hasta llegar a la sonrisa. Al tiempo, el chorro helado que seguía su curso golpeando la fría Roca del lavabo, elevando vapor hacia el cristal, añadió sobre la imagen la leyenda tripartida: “Met-amor-fosis”.

Prefirió no achacar el desconcierto a la pastilla para el dolor muscular y de nombre impronunciable porque éste desapareció como si hubiera atravesado la superficie de cristal para perderse en la capa de mercurio y estaba seguro que ya no volvería; al menos por esta vez. Aunque la palabra divida le resultara un cóctel trilingüe, la tradujo admirativamente por ¡Adelante!


Salió del baño como estaba y aunque se sintió de nuevo observado, perdidos ya los hilos de marioneta, desanudada para siempre la corbata, sueltos también los botones de las mangas de la camisa, llevaba la mirada al frente haciendo cálculos mentales de los segundos reprimidos durante los últimos años. Si eso Alberto lo multiplicaba por cada uno de los observadores, la cifra infinitesimal podía compararse con las estrellas. Se compadeció de los débiles y de los muy fuertes, maniatados y víctimas cada uno de su particular causa, atrapados en dolencias de todo tipo, remedios ineficaces y pastilla con nombres de Babel. Depositó en la papelera las que tomaba para su particular dolor muscular. Asió la cartera llena de aire y se fue sin dar portazo, robando a los espectadores el gusto de encogerse si el estruendo hubiera estallado. 


Con la lucidez recobrada y el cuerpo ligero como un ser inmaterial se perdió por el Gran Parque.



Autora: Pilar del Campo Puerta

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