Sin motivo, de repente, fui consciente de mi estado. Solo veía una extraña oscuridad luminosa, pero otros sentidos percibían mi relax. Tumbada, con los músculos distendidos, notaba la dura pero a la vez moldeable arena sobre mi espalda y mis piernas. A pesar de la brisa fresca que venía a mis oídos, del rumor lejano de las olas, mi piel estaba caliente por el sol que me acariciaba. Olor a sal y agua. Mi respiración se acompasaba con aquel rumor lejano. Nada me preocupaba.
Como para asegurarme de encontrarme así, inconscientemente, apreté con la fuerza que dio mi mano, la arena. Entonces, a pesar de la paz que disfrutaba, desperté en mi pequeña y céntrica habitación madrileña. Noté la arena resbalar por mi mano.
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