martes, 30 de abril de 2013

Acta est fabula


                El primero apareció un miércoles a las nueve de la mañana, impreso pulcramente sobre la superficie aún humeante de la primera tostada del día, con la exactitud monocroma de una fotografía antigua. Candelaria reconoció de inmediato la silueta grabada en el pan: aquel talle desgarbado, con los bordes de la coronilla sobresaliendo por las sienes para abandonar una cumbre regia como un arco de triunfo, sólo podía pertenecer a Santo Tomás de Aquino.
                  Candelaria tenía setenta y cuatro años y un revistero lleno de revistas religiosas con estampas en tinta morada de ángeles, santos, mártires y demás bestiario eclesiástico. Aquellos volúmenes impresos en papel barato eran prácticamente la única correspondencia que recibía, envueltos en plástico ruidoso, semanalmente abandonados por el cartero junto con alguna carta ocasional del banco o publicidad retrasada del supermercado. Ella los recogía con ambas manos y los cargaba hasta el butacón de mimbre de la sala de estar, que no se había movido ni un solo centímetro desde la muerte de su marido. Allí encogida, con las gafas bien incrustadas en la nariz, pasaba las páginas con lentitud milimetrada, recitando a media voz mientras acariciaba las cuentas del rosario revueltas en el bolsillo.
                  Así, acompañada por el chisporroteo de la pantalla del televisor, pasaba lentamente las páginas, acercándose el papel a las gafas para domesticar la diminuta tipografía, parándose a contemplar las imágenes en tinta bicolor de los santos y los arcángeles. Después cerraba la revista y se quedaba mirando el salón bajo la luz oxidada de la lámpara, las sombras de los muebles extendiéndose hacia delante como si la bombilla intentara arrastrar su existencia. Y entonces, mientras se quedaba dormida, volvía a oír la respiración burbujeante de su marido recostado en el sofá, quejándose de lo mucho que le pesaban los pulmones, o sus envejecidos pasos sobre la madera del pasillo, tibios como parpadeos.
                  Por todas aquellas lecturas había sido capaz de reconocer al instante la silueta grabada en el pan, de similitud irreprochable a la de las ilustraciones de sus revistas, y por tanto llegó a la conclusión de que el espíritu del santo había ocupado el interior de la tostadora.
                  Cualquier persona habría arrancado a toda prisa el teléfono y contactado con los medios de comunicación para promulgar la noticia, o incluso llegar a vender la tostada en alguna red de subastas de Internet. Pero la edad se había llevado de Candelaria cualquier mínimo sentido del espectáculo, y por ello decidió que, si al santo le había apetecido aparecerse allí dentro, era su divino deseo y ella no podía más que respetar aquella milagrosa intervención. Envolvió la tostada con papel plateado y la colocó dignamente sobre la tapa de un tarro de mermelada de naranja, considerándolo un lugar cómodo donde conservar la reliquia.
                  Pero lo que Candelaria tomó como un fenómeno puramente ocasional, quizás producido por un fallo en la orientación del santo, acabó convirtiéndose en una costumbre de lo más sorprendente. Al día siguiente no encontró ningún tipo de representación ultraterrena sobre las tostadas, pero en su lugar, Santo Tomás se apareció sobre la toalla del baño, rizando las hebras de manera que formasen el óvalo de su cara, con la barbilla triangulada por el pico de la barba. Candelaria, sorprendida, hizo una reverencia sobre los azulejos. Dobló la toalla de forma que la imagen del santo no quedara deformada, y la guardó con sumo cuidado en la repisa más alta del armario. Sin embargo, al día siguiente volvió a aparecer, ésta vez a través de un puñado de polvo acumulado en una esquina del salón, y no sólo él, sino que su visita fue acompañada por el reflejo de Santa Cecilia en la ventana del baño que daba al patio común.
                  Candelaria, tremendamente honrada, mantuvo impolutos los rastros de las apariciones. La semana siguiente reconoció el reflejo de las pupilas arrancadas de Santa Lucía en el cristal esmerilado del salón, y aunque dos días después las huellas de Santo Tomás dejaron de aparecer en la casa, su existencia fue suplida por la de nuevos santos que hacían crujir la madera, quedaban acumulados en los grumos del té o desmenuzaban el estucado de las paredes. La mujer al principio se vio superada por aquellos huéspedes imprevistos; pero poco a poco, a medida que pasaban las noches e iba acostumbrándose a sus presencias, acabó por acostumbrarse a sus apariciones e incluso hasta recordar con detalle los pequeños hábitos que les distinguían a cada uno de ellos.
                  Por ejemplo, a San Sebastián le gustaba aparecerse en los restos de cacao duro que se quedaban incrustados en la hendidura de las cucharas, que Candelaria después recogía y colocaba en fila india sobre el hule de la mesa de la cocina. Santa Eulalia era mucho más tímida y sólo se aparecía algún que otro sábado, en las manchas de humedad de las servilletas, comprimiéndose como un capullo hasta formar su rostro arrugado. Otros santos tenían costumbres más exquisitas, como San Agustín, que decidió surgir en forma de cicatriz que partía la superficie de la colección de copas árabes que el banco les había regalado hacía treinta años; otros se conformaban con aparecer en manchas de humedad, sombras de cortina o incluso en la penumbra eléctrica del microondas.
                  Candelaria se pasaba el día descubriendo y recolectando aquellos desperdicios sagrados, como si los santos fueran ajetreados turistas que hubieran extraviado su equipaje: un par de medias, unas gafas de plástico, un folleto mal doblado; iban apareciendo repartidas por las cuatro esquinas del pequeño piso de la mujer, convertido en una especie de estación de paso entre el mundo humano y divino. De alguna manera, aquella labor sustituía el recuerdo del cuidado de su marido: abotonar sus pastillas sobre la mesa; doblar como periódicos las camisas usadas; reventar un par de huevos fritos en la sartén, que desde su muerte ella no había vuelto a preparar. Recogía las reliquias, les rezaba, las guardaba, mimándolas como pequeños cachorros que hubieran quedado atrapados detrás de las espirales de calefacción o debajo de la lavadora.
                  Con el paso de las semanas, los santos se acostumbraron a poseer los muebles y electrodomésticos de la casa, más allá de la tostadora y el microondas. Hacían vibrar la televisión para que su rostro apareciera momentáneamente sobre las partículas electrónicas aún cuando estuviera desenchufada; removían el contenido de los tarros de lentejas y arroz contra sus paredes de plástico; encendían la cocina de butano aún cuando la bombona estuviera gastada para recrearse en las llamas azules y naranjas que brotaban de los anillos de grasa requemada.
                  Había un objeto en casa en el que a los santos les gustaba aparecerse particularmente. Era un broche de cerámica con forma de mariposa, que daba la falsa impresión de estar hecho de madreperla, con pequeños granitos de arena pintados de oro sobre las alas, y que Candelaria tenía cuidadosamente colocada sobre la repisa de la chimenea.  A los santos les gustaba esconderse en el interior hueco del broche, insuflar vida a las alas de piedra, y dar piruetas por el techo del salón o posarse lentamente sobre el marco de alguno de los cuadros antes de regresar puntualmente al círculo sin polvo que habían abandonado.
                  Candelaria permitía aquellos viajes, al igual que guardaba las toallas en las que se aparecían, dejaba  secar las servilletas sobre el alféizar y acumulaba los cubiertos en cuyos restos se encaprichaban en aparecer. Pero no pasó mucho tiempo hasta que la anciana se vio superada por aquellas corrientes sobrehumanas. El pequeño piso cada vez era transitado por más santos, que debían de haber encontrado en él un puesto inimitable donde poder descansar antes de viajar a la otra punta del mundo a aparecerse sobre un coágulo de tortilla o una nube. Santos que ya Candelaria ni siquiera conocía y que, por mucho que repasó las revistas religiosas, no encontró ilustraciones que les representaran. Aparecían a cualquier hora del día, en grupos, solos, en el pasillo, en la cocina, rallando las baldosas, encendiendo el horno a plena madrugada, acomodándose en un rincón del salón o del dormitorio de la anciana. Se aparecieron en todas las toallas y Candelaria ya no tuvo con qué secarse después de las duchas, sometida por devoción a mantenerlas todas ellas en perfecto estado en un estante del armario que periódicamente rociaba con agua de Lourdes. También se le acabaron los cubiertos que utilizar, pues se habían apropiado de toda la cubertería, e incluso empezaban a aparecerse en los restos de óxido de las cazuelas. E incluso en los remiendos de las mantas y de los calcetines algunos santos habían hecho acto de presencia.
                  A los pocos meses la anciana se encontró sola, desnuda y hambrienta encima de su cama, uno de los escasos lugares donde no había rastro de divinidad. Habían ido mordisqueando poco a poco su hogar como termitas arrastrándose por un túnel, y la habían dejado triste, temerosa, atormentada por el aleteo del broche de cerámica sobre el salón, el estallido del televisor, las caras de ojos abiertos que se aparecían por las paredes como almendras derretidas. Y aquel destierro le hacía sentirse más sola aún que antes, cuando era la única habitante de su casa, cuando les hablaba a todos ellos utilizando las revistas y el crucifijo como único intermediario. Habían desbordado la casa acribillando con sus rostros el papel de pared y la funda de los cojines, y a pesar de la multitud de muescas con las que habían ido mordiendo los platos y los estores, la casa estaba más desierta que nunca. No se oía el chisporroteo furioso del aceite a mediodía, ni los pasos de sus zapatillas al atravesar el cuarto de noche, y la televisión llevaba ya semanas encendiéndose puntualmente, tan sólo unos segundos, cada vez que a un santo le apetecía interferirse en sus circuitos.
                  Candelaria les suplicó que abandonaran la casa. Hasta en sueños se veía acosada por las apariciones, sucediéndose como iconos de madera que se hubieran desprendido de los retablos de sus iglesias y cayeran en espiral encima de su cara. Les lloró y les gritó, pero en su divino capricho, habían encontrado un lugar muy cómodo donde hibernar, y se resistían a marcharse. Durante un tiempo aguantó sus idas y venidas por el piso, musitando para sí; pero un día, desmayada de frío y cansancio, decidió que había llegado la hora de recuperar su vida.
                  Subió una noche al desván evitando pisar las caras que habían ido apareciendo en el suelo del pasillo, y bajó de allí, escalón a escalón, un rectángulo de madera acristalada en la que de joven había guardado una colección de libélulas de campo. Levantó el cristal y colocó la colección sobre la chimenea, para que las escamas de perla de la libélula relampaguearan bajo las luces de la luna.
                  Esperó silenciosa sobre la butaca, mirando las estrellas polvorientas al otro lado de las ventanas, apretada entre los brazos de mimbre. No pasó mucho tiempo hasta que, con un zumbido cristalino, una de las libélulas se levantó del fondo de terciopelo y echó a volar en círculos por toda la habitación como un trapecista. Candelaria sacó un alfiler del bolsillo, se acercó hasta el rincón en el que la libélula había aterrizado desprevenida, y con un rápido movimiento, la cerró en un puño, la arrastró hacia el marco, y con la firmeza con la que un torero embiste en la corrida, apretó el alfiler contra su cuerpo para dejarla atrapada.
                  Así, uno por uno, aprovechando la extraña fascinación que parecían sentir los santos por poseer insectos alados, Candelaria fue encerrándolos entre sus dedos y clavándolos uno a uno sobre el marco, donde cada extremo de su cuerpo quedaba tieso, apuntando a los cuatro puntos cardinales. Sentía entrar su presencia a través del movimiento de las cortinas o por el batido de las cenizas de la chimenea, se dirigían curiosos hacia la colección que hermosamente reposaba en el centro del salón, y sin sospechar nada, acababan encerrados, uno tras otro, por unos míseros centímetros de metal puntiagudo. Y cuando todos los santos de la Cristiandad quedaron atrapados sobre el rectángulo de tela, Candelaria corrió a taparlos con el cristal.
                  Durante unos días, no hubo ni un solo milagro en el mundo.
                  No hubo apariciones en zarzamoras en Bolivia, ni en la mucosidad de las tortas fritas de Texas. No aparecieron aprovechando los reflejos argénteos de las cristaleras ni en los nudos de los robles centenarios.
                  Todo rastro de santidad se había evaporado del mundo, pues mientras los devotos les buscaban en los espejismos ondulantes del agua y en los racimos de sombras que atropellaban las montañas, ellos estaban enclaustrados en un quinto piso sin ascensor, entre medio centímetro de terciopelo y otro medio de cristal grueso.
                  Candelaria esperó sentada sobre la butaca, acariciando sin prisa las trenzas de mimbre, despellejándolas despreocupadamente con la punta de la uña. Se quedó mirando al cielo blanco deshacerse en noche al otro lado de la ventana, al paso al que se derretía la pintura del viejo radiador, al que se iban pelando las paredes hacia dentro como mondas de una naranja seca. Había recuperado el poder sobre su casa, y allí había regresado el silencio. El comedor limpio de apariciones; los suelos y las ventanas flotaban deshabitados. Pero, al contrario de lo que imaginaba, no sentía como si hubiese ganado una batalla. De nuevo volvía a sentirse completamente sola, desterrada; y sólo se permitía sentir una aguda desazón, como si le hubieran lavado las tripas con cal viva y tuviera que seguir adelante con un agujero interior a dos mil grados de temperatura.
                  Parecía haber llegado para ella la edad en la que la soledad ya no debía de tomarse como una condena sino como una costumbre, y así, con santos o sin ellos, no le quedaba más opción que hacerse idea a aquellas tardes abandonadas, a los montones de papel aplastándose en el revistero, a ver el mundo pasar a través de los cristales con un rumbo ajeno y extraño, demasiado veloz como para detenerlo y acercarlo.
                  -¿Puedo pasar?
                  La anciana ni siquiera respondió. Había aparecido un niño de unos siete años junto a la puerta de la cocina con un traje de primera comunión. Se acercó lentamente hasta ella, sus zapatos relucientes de betún, la raya en medio de su pelo dorado.
                  -Acaban de canonizarme –explicó con tranquilidad.
                  Dio tres pasos más y se sentó sobre las rodillas de Candelaria. El niño apoyó su cabeza contra la chaqueta de punto de la mujer, y ella sintió contra sí su olor a sangre y jazmines.
                  -Ahora mismo, soy el único santo sobre la tierra –explicó el niño, en un susurro cansado- ahora estoy yo solo.
                  La anciana cruzó el cabello del niño con sus dedos amoratados, dejando surcos curvilíneos entre las líneas de trigo soleado.
                  -Así estamos solos los dos –respondió con tranquilidad.
                  Candelaria sintió el aliento congelado del niño pulverizarse entre la lana del jersey. No tenía ningún miedo a represalias divinas. Estaba cansada, triste y fría; y lo único que quería era quedarse allí quieta, en aquella butaca, emancipándose del mundo, esperando sola a que los acontecimientos sucedieran sin que ella tuviera que darles cuerda.
                  -Pero tú no has estado sola –susurró entonces el niño- hay alguien más en ésta casa. ¿No oyes su respiración?
                  La anciana dejó de peinar al niño y aguzó el oído. Al principio no oyó absolutamente nada y supuso que el nuevo santo le había mentido. Pero después oyó una especie de campanada, grave como un trueno que hubiera ascendido desde el fondo del mar, y poco a poco, unos resoplidos; primero arremolinados sobre los cojines del sofá, después trepando por el papel de pared resecado, borboteando sobre el hornillo la cocina. Sonidos débiles, pero sin duda humanos.
                  Aquella presencia había estado allí desde siempre, aunque ella no se había dado cuenta, confundiéndola quizás con el murmullo eléctrico de la lavadora o la televisión, equivocándola con la de algún santo que vagara por la casa sin decidirse a aparecer en algún mueble o en el espejo del recibidor. Era el rastro de su marido, reacio a marcharse de allí, esperando malhumorado el momento en que ella se marchara también para abandonar juntos la casa, viviendo su propia muerte sin importunarla con apariciones espectrales, habitando en paralelo, simplemente a unos metros por debajo del nivel del mundo.
                  La anciana se levantó de la butaca de mimbre, y no le hizo falta apartar al niño porque éste había desaparecido, aunque la densidad de la sangre y los jazmines tardó en disiparse por completo.
                  Agarró ambos lados del cuadro con la colección de libélulas y lo levantó en el aire, soltándolo después para que se precipitara contra el suelo en un estrépito de cristal reventado y alas de vidriera enredándose unas entre las otras. Abrió las ventanas de par, entrando bocanadas de aire azul que arrastró los susurros de los santos liberados hacia la calle, donde se perdieron en un pequeño tornado de mariposas amarillas antes de desaparecer sobre las nubes. Y se quedó allí parada sobre el alféizar, dejando que le pellizcaran los sonidos de la ciudad, escuchando los pasos de su marido tropezándose en el recibidor mientras el mundo se derramaba grácil y sencillo a su alrededor como el latido de las estrellas sobre la noche.


Relato escrito por: Daniel Pecharromán Calvo 

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