martes, 30 de abril de 2013

Infinito por infinito


La luz de la calle se filtra entre los pequeños huecos de la persiana. Esos primeros rayos de sol impactan contra el suelo intentando alumbrar todo el cuarto, pero se quedan en el intento. No obstante consiguen hacer que mi cuerpo abandone los sueños, devolviéndome al mundo real. Abro los ojos y me quedo observando por un instante el techo que aún se me hace desconocido. ¿En qué momento se convierte lo extraño en conocido? ¿Existe un momento exacto? ¿Hay algún tipo de requisito? Después de haber pasado más de dos meses en ésta habitación aún se me hace extraña.  El olor, las sábanas, el color de las paredes, el frio suelo,  incluso el sol que sólo ocasionalmente, se hace ver en esta triste ciudad.

Me levanto y a continuación me preparo el primer café del día. Mis pies me vuelven a dirigir hacia la habitación y al enrollar  totalmente la cortina me doy cuenta de que realmente hace un día iluminado por un sol poco común. Doy el primer sorbo al café y disfruto de su aroma, la habitación se envuelve en ese cotidiano perfume que cada mañana tímidamente la inunda.
Al ser domingo mi agenda está repleta de horas vacías, y al contrario de lo que pueda pensar la mayor parte de la gente, esto es una buena noticia.

Las mañanas de domingo son mis favoritas, no existen los despertadores, el tiempo no tiene prioridad, las responsabilidades quedan aplazadas hasta la siguiente jornada, la tranquilidad es el plato principal del día y el sabor de la comida premeditada adopta una degustación diferente al de los otros días.
Es el único día en el que la gente disfruta de su ciudad, de la playa, o de la montaña. En mi caso, del maravilloso paisaje de calles salpicadas con algún que otro individuo, y no de estrés  y preocupaciones en movimiento, como ocurrirá al día siguiente.

Después de una ducha rápida y de una elección bastante básica de ropa, cojo mis llaves y la puerta del piso se cierra tras mi paso. Hoy la energía ha decidido instalarse en mi cuerpo. Creo que hoy no habrá una mejor compañía que la de mí misma. Tenía ganas de pasar un rato conmigo, después de una semana de estrés, de estudios, de trabajo, de insuficientes horas de descanso y de demasiada cafeína, de prisas, de trasporte público, de gente por todas direcciones...Hoy al fin nos encontramos.

El parque está repleto de gente. Camino un tiempo cerca de la orilla y decido pasar por el puente que cruza el pequeño río que agresivamente divide la ciudad. En mitad del puente me detengo a observar a los animales más elegantes que existen en este mundo. Los cisnes. Pequeños seres que adquieren ese ligero torneado en el cuello que tan elegantemente les identifica. Su anaranjado pico queda recogido por dos pequeñas manchas negras que tan curiosamente contrastan con la pureza y blancura de su pelaje. El modo que tienen de desplazarse te envuelve, te produce paz, al menos a mí siempre me transmite la misma sensación. Y así pausadamente se acercan poco a poco a su improvisado destino, el cual probablemente se encuentre a tan solo unos escasos metros.

¿Qué diferente destino al nuestro verdad? ¿Dónde queda mi destino? ¿Cuál es mi próxima parada? ¿Cómo averiguarlo? ¿Cómo saber si tu camino es el adecuado? Saber dónde reside la felicidad, rectifico, nuestra propia felicidad. Cada uno entiende este concepto de forma diferente. Creo que la felicidad es directamente proporcional al número de personas que residen en el mundo. Cada una es única y diferente, al igual que la persona.

Es curioso que un concepto tan cotidiano como la felicidad sea tan sumamente difícil de explicar, siendo aún más complicado llegar a experimentarla. La cruda realidad es que pocos la disfrutan cada día al levantarse, otros muchos ansían volverla a encontrar ya que un día convivieron junto a ella, y curiosamente todos, absolutamente todos, desean tenerla entre sus manos para no dejarla escapar.

Nadie sabe dónde encontrarla, llega así de repente, de la mano de lo que menos esperabas o de quién menos lo imaginabas. Luego cuando crees que todas las señales te indican que está debajo de ese ser o cosa, sólo debes reunir la suficiente fuerza para levantar la losa que la cubre. Una vez que has retirado ese peso pesado, ya has conseguido lo más difícil, ya te pertenece, pero no todo acaba ahí, ahora tienes que cuidarla, tienes que darle cariño, tienes que pulirla, tienes que hacerla avanzar, no dejes que se detenga, deja que crezca contigo, junto a ti. No la pierdas de vista ni por un minuto, porque nada garantiza el que vaya a seguir ahí. Y ante todo, nunca la dejes escapar, envuélvete en ella. Deja que ella sea quien tome las riendas, que si un día tienes que arriesgar, no lo dudes, si la felicidad te lo indica, debes hacerlo. Puede que no hubieras destapado la losa al completo, y aún queden más resquicios de esa felicidad ocultos. Por ello tienes que estar pendiente de todas y cada una de las señales que te advierten de dónde se encuentra el próximo trocito. Y las señales no cesarán nunca, pero eso no es malo, al contrario, las señales sirven para mantenerte alerta. Su función es esa, es recordarte que puedes seguir encontrando las piezas de tu eterno puzle de felicidad, esa es la única forma de que pueda crecer, y tú junto a ella.

Hoy, en mitad de este puente, y siendo espectadora de la belleza de la naturaleza, me doy cuenta de que no sé dónde reside la mía, no tengo ni la más remota idea. Estoy perdida. Confusa. Pero no importa, estoy alerta. Confío en las señales y sé que cuando llegue el momento adecuado, arriesgaré. O al menos eso espero.
Pero de momento, soy feliz así, yo, mi vida, mis viajes, mi gente, mi trabajo, mi mundo, mi día a día, esto me gusta, es lo que quiero, siempre lo quise, y aquí lo tengo. En cambio en el amor nadie sabe qué es lo que realmente quiere. Quizá el amor esté creado de una forma que siempre te haga aspirar hacia aquello que no puedas tener, o te lleva a desear aquel estado en el que ahora no te encuentras. Pero no voy a pensar en el amor, es un tema demasiado complicado para una dulce mañana de domingo.

Las manos comienzan a desprender un ligero aroma a oxidado tras llevar apoyadas un largo tiempo en los barrotes desgastados del puente. El aire en mi rostro me anula los pensamientos, y me trae de regreso al mundo. Tomo de nuevo conciencia y voy en busca de un nuevo camino. Necesito caminar, en alguna dirección, me da igual el destino, sólo necesito sentir tierra diferente bajo mis pies, no volver sobre mis propios pasos, sino recorrer tierra virgen.

Me sumerjo por un camino frondoso que se abre paso por el borde del río, el suelo está algo húmedo, y una alfombra de hojas lo cubre en su mayor parte, dando aviso de la nueva estación. Los árboles aíslan el sonido de la gran ciudad reduciendo el  mundo a ese diminuto pasaje. Mis pies siguen avanzando poco a poco. El camino se amplía en algunos tramos, y en ellos pequeños rincones se quedan apartados de la vía. Tras avanzar durante un tiempo, uno de estos rincones consigue atrapar toda mi atención y por supuesto, mi enorme curiosidad.
Una pulida piedra queda atrapada por pequeños arbustos que  agresivamente, la han cubierto con sus salvajes hojas. Me acerco lentamente mientras la duda envuelve mi mente preguntándose qué será esa piedra que ha quedado presa de la naturaleza. Retiro con cuidado las hojas y las ramas y el agua decide instalarse en mis manos, pero no importa. Tras apartar la capa que la cubría, puedo ver que no es una piedra cualquiera. Una vez más, mi intuición no se ha equivocado.

Me alejo un par de pasos para poder observarla con mayor detenimiento, y veo que el musgo ha cubierto una gran parte de la identificación de esa alma que ya no pertenece al mundo real, ahora se encuentra en otro diferente, mejor o peor, quién sabe.
Un nombre olvidado, una fecha de inicio, una de final. Tiempo relativo. Mucho o poco, sólo esa persona (chico en este caso) puede saberlo. Es antigua, muy antigua, me pregunto por qué en este sitio, por qué un lugar dónde poca gente puede verlo, por qué este lugar tan solitario. Lo normal es estar en un recinto acompañado de otros que han compartido parte de esa mala suerte que aparece un día sin avisar.

Mi estómago se encoge acompañado de un largo suspiro. El latido del corazón adopta un ritmo más intenso. Flexiono mis piernas por unos instantes y leo la última y única frase de la lápida. “The beggining of the end”.
Una frase que lo dice todo o que tal vez no diga nada. Una frase que resume una vida anterior. Una familia que deja un resquicio a la esperanza de una vida mejor.
¿Principio? ¿Final? ¿Dónde está la diferencia? En todo final hay un comienzo y en cada principio, el final de una etapa anterior.

Las piernas empiezan a resentirse y mi cuerpo pide cambiar de postura. Recupero la anterior y tras emplear algunos minutos más en observar ese mágico lugar, decido marcharme. Comienzo a caminar y me doy cuenta de que inexplicablemente esas cinco palabras han quedado  grabadas a fuego en mi interior.
Tras unos pequeños cálculos, obtengo la cifra. Veintitrés años. Poco tiempo. Muy poco. Un pequeño rincón con demasiadas incógnitas, demasiado misterio, demasiada magia, un halo especial envuelve ese pequeño hueco marginado por el paso de ignorantes peatones.

Y mientras aumenta la distancia que me separa de ese rincón, decido que será visita obligada durante mi estancia en este “desconocido lugar”. Por algún motivo que desconozco, ese lugar me transmite tranquilidad, pero también me deja inquieta. Inquieta por no saber si esa persona tuvo el tiempo suficiente para encontrar su felicidad personal, o si desgraciadamente el reloj le impidió encontrarla. Eso es lo que realmente me inquieta. La incertidumbre del tiempo. No saber cuándo nuestro último día pasará a ser el hoy. Me inquieta pensar que esa persona confiaba en el tiempo. Confiaba en tener todo el tiempo del mundo por delante y verse sorprendido por el fin. “The beggining of the end”. Nunca somos conscientes del momento en el que comienzan las cosas, y es probable que el peor principio de todos sea el del final. Pero tal vez sea mucho peor que nunca exista el principio de un final, porque eso significaría que nunca hubo un principio de nada.

Principios. Finales. Me detengo unos segundos. Extiendo mi brazo y retiro un poco la sudadera que cubre mi muñeca. Las agujas marcan el inicio de tarde. Acaba la mañana y comienza la tarde de domingo. El reloj oculta apenas unos milímetros de tinta de mi símbolo particular. Decido observarlo una vez más como tantas veces he hecho.  Aparto un poco el reloj hacia un extremo de mi muñeca para poder observarlo un poco mejor. Y ahí está. Apenas unos milímetros debajo de mi muñeca, una mancha tatuada en mi piel. Dos ochos en posición horizontal se entrelazan hasta encajar en una posición exacta. Un doble infinito decora la piel de mi brazo izquierdo. Infinito por infinito. Mucho tiempo. Demasiado. Quizá el que todo el mundo quisiera poseer. Yo en cierto modo lo tengo. Aunque sólo sea simbólicamente. Tiempo eterno. Sin principios ni finales, sólo tiempo ilimitado.

Y tras ver esa frase y de sentir una inexplicable conexión con  el desconocido que ha decidido atraparme con su mágico misterio, en mitad de un camino sin una dirección determinada, regreso a casa. Tal vez no haya pensado en nada, o tal vez en demasiadas cosas, eso no lo sé. Pero en eso consisten las mañanas de domingo ¿no? En pensar en la cama o en pensar mientras hacemos algo, que desgraciadamente, los demás días no nos lo permiten.

Felicidad, tiempo, destino. Tres términos a los que hoy les he dejado un hueco en mi mente. Tres palabras inexactas, difíciles de definir, complicadas de encontrar, envueltas en un misterio que espera ser descubierto y que únicamente los valientes tendrán una cita con ellos.

Quizá sea lo más valioso que tenemos en nuestra efímera vida, y son las tres cosas que menos dependen de nuestra voluntad. Únicamente podemos arriesgar cuando tengamos indicios de que están cerca y tener la suficiente fuerza para retenerlos en nuestra vida, aprovechando cada suspiro, y siguiendo nuestro propio destino, sin asustarnos de la elección que debamos tomar cuando los caminos se bifurquen. Sabiendo que la única fuente fiable en esta vida, es la del propio corazón.





Relato escrito por: Elisabet Fuentes Rodriguez

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