El arte moderno, en general, nunca había terminado de gustarme, pero el cuadro que había junto a la ventana me encantaba. Lo había comprado mi padre en un mercadillo, era una copia plastificada y enmarcada en un espejo, pero aún así tenía cierto encanto, como un orgullo de querer ser estético sin haber costado millones. El cuadro era sencillo, de Malèvich, representaba un cuadrado blanco roto sobre un lienzo blanco apenas unos tonos más claro. Cuando teníamos visita, solían mirarlo unos segundos, levantaban la ceja en gesto escéptico sin entender del todo qué pintaba un cuadro así allí, y con un suspiro, desviaban la vista al resto de la habitación. Pero cuando yo lo miraba, mi mente se sincronizaba con la estampa, y durante unos segundos me sentía como en el Nirvana. Entonces, al abrir los ojos, me veía reflejada en el marco, y durante un momento toda mi existencia volvía a tener sentido.
Paloma García
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