Te cuento un cuento
Érase una vez un grupo de palabras comunes y corrientes, que se unieron con la intención de ser tenidas en cuenta. Querían hacer historias breves que llegaran de un tirón a quien quisiera recibirlas.
El viento que las estaba escuchando, lanzó una brisa cálida y les dijo que todas sus intenciones eran CUENTO.
Quedaron sorprendidas, pues nunca habían oído ese vocablo: no pertenecía a su grupo. Entonces, curiosas, acudieron a la consulta de las más doctas, que vivían en una biblioteca.
“Mirad en los diccionarios”, les dijo un libro de autoridades. Y así encontraron varias definiciones.
Luego, investigaron por los manuales, y más de lo mismo.
Y para dar fin a su encarnizada búsqueda, las palabras acudieron a un sabio lingüista del siglo XX, D. Fernando Lázaro Carreter, quien les dijo: “Como subgénero literario épico en prosa está el cuento, que es un relato breve de una pericia inventada, sucedida a uno o varios personajes, con argumento muy sencillo. A veces tiene finalidad moral y se llama apólogo”.
Las palabras dieron un salto de alegría, pues su unión no había sido en balde.
“Sin duda, hemos creado CUENTO”, dijeron los sustantivos.
“Y es un vocablo hermoso”, afirmaron los adjetivos.
“Pero, ¿dónde está el personaje?”, curiosas las interrogaciones cuestionaron
Y el viento que en ningún momento se había alejado de ellas, les volvió a soplar imitando la voz de Horacio Quiroga: “Toma a los personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver”.
Pensativas y cabizbajas porque no había a quién conducir ni trazar camino, comenzaron a hacer pucheros, pero cuando estaban a punto de que les brotasen lágrimas, un artículo masculino dijo:
“El cuento. El CUENTO puede ser nuestro personaje”.
Las exclamaciones y afirmaciones, rápidas, añadieron: ¡Sí! Entonces, contagiadas de optimismo, y con la misma algarabía que en un mercado persa, las palabras fueron creando el origen del CUENTO.
Después, decidieron añadirle un apelativo que le hiciera exclusivo. Y así fueron soltando: poético, ilustrado, fantástico, dramático, de hadas…
El viento, siempre al acecho, y como si de un hada se tratará, hizo posarse a una mariposa justo encima del DICCIONARIO LITERARIO BOMPIANI, donde entre sus páginas 2015 a 2080, encontraron una amplia muestra de resúmenes de ficciones, con sus autores.
Con la euforia de cien trotes de caballo, continuaron las palabras con más apelativos: policial, infantil, de ciencia-ficción, de terror, de aventuras …
Y hubieran estado así por milenios, pero ya iba siendo hora de ponerse a trabajar. Entonces, más asentadas y con pulso de cirujano, decidieron ponerse, lápiz sobre papel, a construir la estructura de CUENTO.
Plasmaron la idea. Eligieron un tema. Hicieron una ficha con todas sus ideas. Comenzaron con el borrador. Lo revisaron. Y una vez satisfechas, procedieron a la redacción final.
Desde el principio tuvieron muy claro que querían empezar: “Hace mucho tiempo en un país lejano”…
Y acabar: “Felices comieron perdices”.
Pero, de repente, CUENTO, muy respetuoso, dijo que él ya estaba satisfecho de haber acaparado la primera parte de la historia, y que ahora le tocaba el turno a otro personaje.
Se lanzaron varios ¡Oh! Las palabras no daban crédito. Se negaban a esta imprevisión. Y los lances de sus quejidos semejaban un duelo de espadachines, o de corsarios, o de guerras galácticas.
Pero la más sabia de todas, don BIBLÓN apostilló:
“Está bien, pero concédenos un favor. Haciendo uso de la prosopopeya, adopta una apariencia humana”.
CUENTO, quedó perplejo. Meditó lo que dura el tránsito del invierno a la primavera, y con una pizca de reparo, pero con una cucharada de optimismo aceptó, y se hizo CUENTACUENTOS.
Pasó de ser nada más que seis letras, a tener las mejillas sonrosadas, una gorra en la cabeza, zapatillas en los pies, dos ojillos traviesos, un flequillo revoltoso; sus pantalones, dejaban ver parte de los divertidos calcetines anaranjados; una camiseta con un anuncio de bebida refrescante guardaba su delgado cuerpo; las orejas algo sucias, y las manos, con las uñas mordidas, sostenían un tomo de “Cuentos de todos los tiempos para todas las edades”.
El viento, una vez más, intruso y osado sopló: “Hay que ser exactos y breves”, que dijo Pushkin.
Las palabras recogieron el mensaje, y siguieron, hasta que vieron las perdices en cazuela.
Nadie quedó indiferente. El nuevo personaje fue capaz de dejar boquiabierto a niños y mayores; desde los polos hasta el desierto; desde la estepa a la pampa; desde los fiordos a las selvas; dejando en cada piel una sensación disímil.
Desde entonces, son muchos los que no pueden dejar de escuchar, o leer cuentos, anécdotas, apólogos, balsamías, falordias, fábulas, consejas, chascarrillos,…, que viene a ser todo lo mismo. Algunos, los más atrevidos, hasta los escriben.
El CUENTACUENTOS feliz, no deja de narrar, y difunde sus historias en los libros, en revistas, por Internet… para que llegue a todos. A veces, hasta se disfraza de abuelo, de maestra, de papá o de mamá.
Pero allá, donde los países son más lejanos, apenas llegas las perdices y las noches no tienen bombillas, cual mensajero, el aire, es quien lleva las historias, y las cuenta la luna.
Pilar del Campo Puerta
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