Aquella mañana del verano de 1992 mis padres y mis abuelos habían decido que pasaríamos el día en el huerto. Así que mientras las mujeres preparaban la comida para llevar; una tortilla de patata, unas chuletas envueltas en papel albal, las bebidas y las servilletas, mi abuelo y mi padre se encargaban de que el Renault estuviera listo para aguantar el camino hasta el huerto y no nos dejara tirados. Una vez en el coche iniciamos el camino de media hora hasta el huerto. Mi abuelo aparcó el coche en la carretera, lo más cerca que se podía del huerto y bajamos atravesando un pequeño riachuelo que ya apenas lleva agua.
Mientras los hombres de la familia descansaban en la mesa y mi abuela recogía, yo, con mi vestido de flores, mis zapatos y un corte de pelo a lo chico que me habría hecho mi madre, cogí la regadera más grande, porque aunque habían comprado una echa a mi tamaño, yo seguía prefiriendo la azul y no la rosa, y me puse a regar la parra del huerto.
Ahora han pasado los años y ya nada es lo mismo, la mesa de piedra con sus azulejos azules sigue en su sitio y las sillas y la regadera guardadas en la caseta, pero ni el pozo lleva agua, ni el riachuelo que antes teníamos que cruzar, ni siquiera la entrada es la misma. Las hierbas altas han cubierto la caseta y ya nada se puede ver desde la carretera. Sabes que está ahí, quizá con un destino en venta, pero no se ve, y qué decir de la escena. Mi madre ya no está detrás de la cámara haciéndome una foto para recordar que algún día llevé vestido y el pelo corto, y cómo actor secundario ya no puede aparecer mi abuelo, (qué alto era y en qué poco se quedó después). Se lo llevaron tres paquetes de Malboro al día, y un trabajo entre el serrín y el barniz. Ya no hay niñas, grandes ni pequeñas, ya no hay columpios que suenen. Sólo el ruido de cortacésped que mi padre pasa un día en verano. El mismo silencio que hay entre nosotros.
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