De: Zuriñe Piña
Érase una vez un hombre que conocía todas las palabras del mundo, y todo lo que se pudiera fabricar con ellas. Conocía todos los poemas, libros y cuentos que se hubieran escrito y, por supuesto, no había idioma que no hablase.
Este hombre vivía en una casa hecha de libros. No es que los ladrillos fueran gruesos tomos enciclopédicos, sino que no existía el más mínimo rincón de la casa sin ellos. Excepto el salón, todos los muebles eran libros. La cama era un mullido montón de revistas y periódicos viejos. La mesa, cuatro pilares sobre los que reinaba, triunfante y soberana, un hermoso Atlas Universal.
Incluso él parecía estar hecho de libros, pues sus ropas, ásperas como hojas envejecidas, y su piel, amarillenta y apergaminada como un libro que pasó cien años en el desván, le daban el aspecto de un muñeco cubierto de páginas. Desde el fondo de sus arrugas de papel, brillaban dos diminutos ojillos negros que parecían escrutar el alma. Desde su mente, se expandía por el mundo un torbellino de palabras.
El único lugar de su casa parecido a una habitación normal era el salón. Este hombre vivía de su profunda erudición, y a cambio de un precio, recibía a solas una persona para conversar con ella frente a un café. Delante de su casa se formaba, desde tempranas horas de la mañana, una inmensa cola de gente de todo el mundo, cartera en mano, deseosa de charlar con él. Pues no había conversación comparable a una sostenida con el Hombre-libro. Una frase cualquiera, una simple palabra, parecía un eclipse en sus labios. Aparecía, deslumbraba, se terminaba, y a menudo dejaba a quien lo vivía los ojos húmedos de haber visto el sol. El Hombre-libro hablaba con sus visitantes –no le gustaba usar la palabra clientes-, y todos ellos salían del salón con las manos algo frías y el pulso acelerado de admiración, envidia o miedo.
Una mañana, apareció en la puerta una mujer. No era joven y tampoco era bonita: tenía la barbilla puntiaguda y los labios muy finos y apretados, que le daban una expresión de concentrada obstinación, de ratoncillo royendo la madera. Vestía de negro, muy sencilla, y sonreía maliciosamente cuando dijo –con exquisita educación, eso sí- que deseaba mantener una charla con el Hombre-libro.
-¿Hombre-libro? Señora, no me gusta que me llamen de esa manera.
-¿Y cómo quiere que le llame? ¿Cuál es su nombre?
-Eso no se lo puedo decir. Pero si quiere, entre y charlaremos.
No hizo ningún ruido al sentarse. El Hombre-libro sintió un escalofrío en los hombros huesudos, y preguntó:
-Bien, empecemos. ¿De qué quiere usted hablar?
-De por qué no me dice su nombre.
El Hombre-libro la miró, callado y sorprendido. Aún bailoteaba en los labios de su visitante esa irritante sonrisa de ratón. Mujeruca desvergonzada, se había atrevido a sacar un tema que debía permanecer en secreto.
-No se lo puedo decir, señora.
-¿Por qué no?
-Porque no.
Entonces ella, inesperadamente, se echó a reír. Una risa fría y juvenil como una cascada del deshielo, demasiado juvenil para la edad que aparentaba el rostro de la visitante de luto. Había oído mil voces en su vida, y ninguna mostraba tan extraño contraste entre el timbre y su poseedor. Sin poder evitar la curiosidad, preguntó:
-Oiga, ¿cuántos años tiene?
-Eso no se lo puedo decir.
-¿Por qué no?
-Porque no.
Se miraron. Dos guerreros de terracota de Siam puestos uno frente al otro, callados, ancianos, inescrutables. Vivos en su quietud milenaria.
-Nadie sabe mi edad. Ni siquiera yo. –La sonrisa de ratón se había suavizado un poco.
-Pero en su carné de identidad debe de aparecer una fecha.
-Y en el suyo, supongo, un nombre. -El Hombre-libro sonrió. –Si quiere, yo le cuento por qué no tengo nombre y usted me cuenta la razón por la que no tiene edad.
-De acuerdo.
-Conozco todas las palabras, todos los poemas y todos los idiomas. Y, sin embargo, no hay nombre que me guste que pueda aplicárseme a mí. No hay ninguno que me defina como deberían definir los nombres a las personas. Por tanto, decidí ser anónimo.
A la mujer de luto, según parece, esto le resultó aún más divertido.
-Yo soy la mujer que conoce todos los números. Conozco todas las medidas, todas las cifras, y el resultado de todas las ecuaciones. Y no he encontrado ningún número que pueda definir mi edad, mi pasado, mi experiencia.
Temblaba la mano del Hombre-libro cuando sirvió un poco de café a la Mujer-cifra. Y cuando miró las líneas diminutas de aquella mano morena y suave, supo que jamás volvería a verla, y que él ya no sería el mismo. En esa taza de café, sin que ella se diera cuenta, guardó un paquete invisible hecho de vitela: es el tipo de pergamino más delicado que existe. Dentro del paquete metió su corazón de pergamino.
Se acababa el tiempo de la visita; muchas personas esperaban en la calle. Como último regalo para quien se llevaría su corazón de pergamino, susurró una palabra a su oído: el nombre con el que le bautizaron. Y ella susurró una fecha al suyo: su fecha de nacimiento.
-La visita ha terminado. –Dijo ella, sonriendo como cuando vino, y se fue.
El torbellino hizo que los libros empezaran a caerse de las estanterías. El Hombre-libro se quedó sentado, mientras tantos volúmenes caían, pesados y polvorientos. No recibió a nadie más ese día, y tomó el café de ella con un nombre y una fecha retumbando en su mente. ¿Cuál era el nombre y cuál era la fecha? Eso nunca lo sabremos, ya que ninguno de nosotros es el Hombre-libro, ni la Mujer-cifra. Al fin y al cabo, ¿qué más da? Sólo son palabras.
2 comentarios:
bonito y muy bien escrito. Enhorabuena a la autora. Marisa
Puede que el mejor relato que he leído por aquí. Excelente por su contenido y escritura.
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