De: Cristina Pascual
La plaza estaba vacía, pero ellos no se vieron. María no quería pasar el trago de un reencuentro en su casa ¡le había costado tanto acostumbrarse a su ausencia! que no soportaba imaginar que su presencia ante la puerta abierta no conllevara la alegría que le causó tantas veces, tiempo atrás. Parecía que hacía un siglo que cortaron. A Ricardo le habían ofrecido un puesto por un año en Luton; ese mismo verano María fue a pasar un mes y medio con él, dispuesta a estudiar el terreno, tantear, encontrar trabajo y quedarse allí.
(¡Uf! julio y sin ver más de dos horas seguidas el sol. Pero en principio estuvo bien. Los fines de semana viajaban a Londres y quedaban con un montón de ciber-amigos de María, cultivados durante horas y horas conectada a mIRC durante los últimos tres años; y con Piru, una amiga de la época en el Beatriz Galindo que llevaba viviendo allí ya para dos años)
Sí, quedar en Las Ventas sería mejor <> <>.
(Un fin de semana fueron a Liverpool a otra quedada con los colegas ínter nautas de Ricardo, ¡menudos frickies! En esa ocasión fueron los dos solos, Piru trabajaba en el McDonalds del aeropuerto de Gatwick, ya llevaba tiempo allí, y a pesar de su espanglish había ascendido y era un trabajo que le sentaba bien.
De camino vivieron una romántica noche en un barquito-casa que habían alquilado en un canal, cenaron fish and chips en una taberna cercana y se bebieron una botella de cava francés ya de vuelta al bote. Rieron, charlaron, hicieron el amor y hablaron de un futuro ideal, seguramente en Londres, donde Ricardo pediría un traslado.)
Cuando María leyó en su casa el correo de Ricardo quiso desmayarse, no sabía si de alegría, de resentimiento; los recuerdos se agolpaban en su mente como una manada de pájaros migrando al Sur.
(De “novios” –nótese el entrecomillado-, en Madrid, fueron felices a su manera. Nunca se decidieron a vivir juntos. María, orgullosa, ya estaba acostumbrada a un tipo de casa, la suya, en la que vivía muy asilvestrada, hacía y deshacía a su antojo, no rendía cuentas con nadie. La soledad cuando le apetecía era algo que tenía en muy alta estima, cosa que no es de extrañar cuando en casa de sus padres siempre tuvo que compartir habitación con su hermano Jorge, y eso ya cuando sus hermanas, doce y once años mayor que ella se habían por fin emancipado.
Al principio le fue duro el hipotecarse, el tener demasiadas responsabilidades de golpe: no poder viajar tan a su antojo, tener que hacer cuentas para llegar sin aprietos a fin de mes y siempre tener algo guardado para algún imprevisto. Aunque desde luego, en caso de apuros podía contar con ayuda en su familia. Pero se sintió de repente mayor, interesante, realizada.
Ricardo era justo todo lo contrario. Si no hubiera sido por su trabajo en Luton todavía seguiría viviendo con sus padres hoy por hoy, con treinta y nueve años. Era un eterno infante, con algo de complejo de Edipo, sólo responsable en su trabajo.
Su exagerado amor por si mismo le impedía, como una máscara, darse cuenta de que quizás sus padres, demasiado mayores y tradicionales deseaban, por fin, ver a su hijo pequeño sentando la cabeza, formando su propio hogar.)
Esa noche María no contestó su correo, desconectó la computadora, encendió una barrita de incienso, cogió su libro de poesías castellanas de cabecera de cama y se encendió un cigarro. Ya estaba bien por hoy, no quería pensar más. Y sin embargo pensaba, recordaba y su somnoliento inconsciente volaba de nuevo junto a Ricardo. Y repasaba los seis años de amor por él.
(En sus años de relación habían pasado por todos las etapas imaginables. Muy al principio, cuando empezaron estaban los dos coladitos el uno por el otro. Pero eso duró poco. Ricardo era demasiado caprichoso, inconformista como para seguir mirando a María de forma sobrevalorada. Quiso cambiar a María. A María, un espíritu libre, volador. A la María soñadora, espiritual, poco apegada a cualquier cosa material.
Y María lo pasó realmente mal. Lo primero por el desencanto de descubrir la fachada de Ricardo. Y todo lo que esa tapadera descubierta supuso.
En verdad estaba colada por un tipo, que de haber sabido realmente el lote de sorpresas que contenía lo hubiera aparcado como a un simple colega de esos para ir de marcha alguna vez. Y en grupo, claro. Ese fue el problema, que lo fue conociendo ¡tan poco a poco! Era como la caja de Pandora. Pero siempre una de cal y una de arena.)
Se encendió otro cigarro y se levantó al mueble-bar del salón para servirse un baileys con, los últimos seis hielos que quedaban en el congelador. No se molestó en rellenar la heladera con agua. Para qué, no solía servirse ninguna copa entre semana, e incluso en fin de semana. Ya lo haría Cándida al día siguiente. Era muy de noche, mañana había que levantarse a currar. Al menos mañana era viernes. Recordó dejar el dinero a Cándida en el imán de la nevera.
(Fue Ricardo quien más se despegó. María por el momento seguía colada, y no supo afrontar una retirada a tiempo, no quiso. Su ceguera la impulsó a luchar por él. Y siguieron viéndose, así, sin compromisos, por temporadas, unas más y otras menos.
Sí que hablaban por teléfono muy a menudo. Siempre a media noche. Una mañana María estaba en la oficina, cuando le sonó el móvil y vio que era Ricardo. Contestó <>, avisó en el despacho que salía a tomarse un café. De regreso a su puesto estaba pálida. Pero éste tío, ¡y encima le dice que llevaba haciéndolo desde los diecinueve!, y que acababa de volver de farra a casa, y que sentía que debía contárselo, que quería que lo supiese. ¡Sheet! , y no lo pudo decir antes. Y que la quería, y que se daba cuenta de que no le daba todo el cariño y la protección que ella se merecía. Que la quería de verdad, y que quería dejar la farla por ella. Porque sabía que eso con ella no iba. Y <>. <>)
María se dio cuenta de que se había echado el baileys por encima, se sintió tentada de ir por otro, pero no, ya con uno era suficiente, y además, era ya tan tarde. Apagó la luz decidida por fin a descansar. [Sin acabar]
Cristina Pascual
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