sábado, 12 de noviembre de 2011

La prisión

La prisión
de Lur Ochoa García


Me había sumido en un embudo de locura transitoria desde la repentina muerte de mi madre. Los objetivos que me había marcado durante toda una vida, ahora se me mostraban difusos a mis ojos. El dolor me había convertido en un ser irritable. Por aquél entonces, las discusiones con mi compañera sentimental con la que llevaba cinco años de relación, eran constantes. Donde antes había calma y paciencia, ahora gritaba la destrucción.
El sol brillaba con todo su fuego, y el calor desprendido quemaba en exceso. Era julio del año 2008. El aire se enroscaba por las vías respiratorias tan densamente como una soga. Tanto me apretaba que descendí a los infiernos y herí a mi amor. Durante años, ella no cesó de señalarme con su dedo acusador, y tras varias denuncias y juicios, finalmente me condenaron. En apenas unas horas desde que el juez dictó la sentencia condenatoria, fui llevada a prisión. Lo que ocurrió después, queridos lectores, voy a narrároslo sin perder detalle alguno.
No tengo recuerdos de cómo llegué a ese lugar. De hecho, y tras algún intercambio de palabras con los demás presos, ninguno de ellos lo recuerda tampoco. Los intentos en buscar una puerta o alguna grieta eran frustrados.
La prisión tenía forma cilíndrica. Era un largo tubo de hierro oxidado de unos 50 metros de diámetro, a medio tapar en su parte superior, que ascendía hasta casi rozar el cielo, permitiendo así hacernos vasallos de las inclemencias del tiempo. En la pared de la prisión y por todo su contorno, tan sólo un saliente sobresalía a modo de asiento. Este saliente tenía tan sólo un ancho de 30 centímetros. Si en las primeras horas de verme allí hube tomado la decisión de sobrevivir, entonces debía quedarme quieta y sentada. Los días me observaban siempre sentada, sudando vértigo y apretando mis manos al final del bordillo, en donde mis rodillas ya no encontraban dónde apoyarse de tal modo que los pies balanceaban colgados en la terrible gravedad oscura de lo profundo, en donde no se veía fin. Al ser una construcción simétrica, al mirar al frente, cruzando con la vista el espantoso abismo negro, creías ver clones de ti misma repartidos por todo el pequeño saliente. Sin embargo, la desoladora realidad era bien distinta. Todos ellos eran reos, todos ellos culpables.
En diversas ocasiones, urgía moverse o comunicarse, para ello algunos de los presos caminaban por el estrecho suelo. Seguían el trayecto circular cuidándose de no tropezar con las rodillas o manos de quienes estaban dormidos, muertos o simplemente sentados sobre el saliente. Varios de ellos, en su intento de estirar el cuerpo y tras un paso en falso, resbalaban cayendo al vacío. Y lo que seguía tras largos segundos era tan sólo un sonido seco. Ni siquiera un quejido. Alarmados los demás, y como si de una orden se tratase, los caminantes buscaban menos de medio metro donde sentarse y volver a masticar su ansiedad producida por las condiciones en las que se encontraban, envueltos en la inmensidad soberbia del vacío de la prisión. El sudor y la angustia. El hambre, la sed y las necesidades fisiológicas. Todo era sucio, todo estaba en guerra.
Como no os resultará de difícil comprensión, muchos de los reos se daban al suicidio para dar fin a su desesperación. Tan sólo era necesario un pequeño paso hacia delante y la boca negra te atrapaba en temible oscuridad. Y de nuevo, un golpe seco.
Decidí que iba a ser mi turno. Aún no había transcurrido ni una semana desde mi ingreso en la prisión, no obstante, la muerte lenta en un futuro cuerpo famélico me producía mayor pavor que la muerte repentina. Adelantando un pie sobre el otro, me dispuse a caer al vacío pero no sin antes dar un gran salto hacia delante con la escasa vitalidad que reservaba. Ninguno de los presos que se habían despeñado anteriormente habían saltado tan alejados del saliente.
Caí. Tardé en darme cuenta de que los horrendos y fantasmales alaridos que se oían en la negrura de aquél vacío no eran sino el propio eco de mis gritos en una última llamada de socorro.
Seguía cayendo por el centro de aquél monstruoso edificio, implorando dejar de vivir. Sin embargo, la prisión me tenía reservada otros planes, si cabe, aún más macabros que seguiré relatando para vuestro deleite o terror.
Lejos de sentir la no existencia, todo mi cuerpo se hundió en agua. Nadando en cuanto pude salí a flote comprobando horrorizada que estaba en el centro de otro saliente ahora más ancho en el que se sostenían todo tipo de pinchos, lanzas, hierros y cuerpos humanos atravesados y en descomposición. Al mirar hacia arriba podía, no sin esfuerzo, distinguir las siluetas de los reos que habían quedado expectantes o simplemente sentados en una distancia respecto de mí de unos 200 metros aproximadamente. La suerte quiso que cayera en un punto seguro. El agua me llegaba hasta los hombros y supuse que lo que hubiere debajo de mí sería lo bastante profundo, ya que el descenso bajo el agua a raíz de mi salto había durado largo tiempo. Tras volver a sumergirme, comprobé al morderme los labios que aquella agua era salada. Entonces sentí alegría. ¿Podría haber una apertura que diera salida al mar? Mis carcajadas nerviosas llegaron a todos los rincones silenciosos de la prisión. Estaba viva y ahora debía dirigir toda mi atención en escapar de aquél infierno. Pensé en comenzar el buceo yo sola, pero no pude hacerlo. Un sentimiento de solidaridad marcaría mi destino.
Grité a los demás presos cómo debían saltar. A través del eco recibían mis indicaciones para acabar exactamente en el punto de agua donde yo había caído. Sólo la suerte y un gran empuje determinarían su futuro. Aunque en aquél círculo de agua había espacio para varias personas, me aparté para resguardarme debajo del saliente ancho de pinchos y otros hierros, en donde aquellos desgraciados habían hallado su cementerio, y esperé a que los demás fuesen llegando. Aquél nuevo cobijo no me iba a suponer un problema para mi respiración puesto que, desde mi cabeza hasta el techo del saliente, había suficiente distancia como para ni siquiera poder trepar.
Poco a poco iban llegando. Los que habían sido rozados por el buen azar, fueron resguardándose ellos también, a la espera de los demás, embriagándonos juntos y con abrazos mutuos debidos a aquella alegría inesperada. Los que caían sobre el saliente, ya conocéis su fatal desenlace. Al poco de cesarse los saltos, reanudamos juntos la exploración de aquella nueva zona con el fin de encontrar una salida. Buceamos incansablemente. Y entonces recordé lo mucho que siempre me había seducido la visión azulada y sensual que se obtiene buceando bajo el agua. Sin embargo, ahora apenas podía ver nada, tan sólo palpar unas rendijas por donde se filtraba el agua de mar, y en las que únicamente cabía mi brazo entero, cercanas a lo que finalmente fue, metros más hacia el fondo, el hallazgo de la existencia de un suelo del mismo material férreo con que estaba hecha la prisión.
La conclusión de todo aquello era devastadora. En efecto, no había salida. Los reos, que ahora les sentía como compañeros, fuimos saliendo al descubierto para recuperar oxígeno y debido también al cese de nuestra impetuosa labor.
Ellos se ordenaron haciendo un círculo a mi alrededor. Me miraban como bestias desgarradas a consecuencia de una trampa de cacería. Sus ojos eran cuchillas que raspaban mis pupilas asustadas.
No tardé en descubrir que me culpaban pues preferían como yo, una muerte rápida cuya caída libre te enviaba directamente hacia los hierros afilados, que una muerte lenta y sufrida por deshidratación en un medio acuático con escasas posibilidades de suicidio y sin posibilidad de trepar.
Se abalanzaron hacia mí y entre todos presionaban arduamente con sus manos alrededor de mi cuello, asfixiándome, a la vez que introducían entre espasmos mi cabeza en el agua. Mi intención solidaria tuvo como fin mi asesinato, a causa del ahogo y la asfixia, llevado a cabo por los reos.
Mi delito no fue de los más terribles. Mi condena fue inhumana. Y ahora sólo existo bajo el agua de la prisión.

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