de: Mercedes Torija
Estuve a punto de morir. A punto de perderme y de perderlo todo. A punto de coger un sendero de oscuridad y tristeza. A punto de renunciar a mí misma, a lo que yo soy, siento y quiero. A punto de encadenar para siempre las puertas de mi alma, ocultando la luz que brilla en ella. A punto de llevar una existencia vacía y sin sentido. Pero justo cuando estaba a punto, salido de la nada, apareció el sendero. Un sendero pequeño, oscuro y desconocido que parecía no tener fin. Miré el sendero por el que había estado caminando tanto tiempo y miré el sendero nuevo que se abría ante mí. El sendero por el que yo venía era más tranquilo y luminoso. Yo ya conocía cada piedra, cada recodo de él porque, sin darme cuenta, me había pasado la vida recorriendo el mismo sendero una y otra vez, tropezando una y otra vez en la misma piedra. Comenzó a llover mientras yo me decidía. Estaba cansada, empapada y desesperanzada. Nada tenía sentido. Nada funcionaba. La familiaridad del sendero antiguo me tranquilizaba, pero sabía que aquella tranquilidad era también mi cárcel. Sin darme cuenta, por fin, había encontrado la puerta de la celda. La abrí. Di el primer paso en el nuevo sendero, un paso vacilante y asustado. No sabía qué me esperaba ni qué había más adelante, pero no me importaba. El sendero era oscuro, estrecho, retorcido, empinado y resbaladizo. Más de una vez resbalé y caí, pero me levanté de nuevo. La lluvia arreciaba y la oscuridad me daba miedo. Comenzó una fuerte tormenta, con truenos ensordecedores y rayos que reventaban la oscuridad del lugar. Nubes negras se cernían sobre mí pero seguí caminando, sin parar, sin descansar, sin detenerme, adelante, adelante, siempre adelante, sin saber bien de qué huía.
Al girar en un recodo llegué a un precipicio. Miré abajo. La caída parecía no tener fin. Al fondo del estrecho desfiladero discurría un río. El sendero continuaba al otro lado de la sima. Pero el precipicio era demasiado ancho y no podría salvarlo de un salto. Me senté a llorar en el borde del camino, desesperada. Y de repente lo oí. Oí los gruñidos y los gritos de mi carcelero. Me estaba buscando y sabía que, si me encontraba, no podría volver a escapar, no me quedarían fuerzas para volver a intentarlo. Su figura borrosa surgió de las sombras. Jadeaba por la carrera, pero miró detrás de mí, se detuvo y rió. Yo no tenía escapatoria y él lo sabía, al igual que yo. Avanzó lentamente hacia mí. Pero si de algo estaba yo segura era de que no me volvería a atrapar. No. No volvería a aquel agujero oscuro y maloliente, a aquella vida pequeña y mutilada.
Me volví y miré al desfiladero. Ya no sentía la lluvia caer sobre mí. Me acerqué al precipicio, poniendo los pies en el borde. El viento jugaba con mi falda y enredaba mis cabellos. Las gotas de lluvia se mezclaban con mis lágrimas. Le oí reír. Reía gozoso, satisfecho de mi miedo. Reía triunfal. Había ganado y lo sabía. Se detuvo y se sentó tranquilamente a esperar. No era la primera vez que me escapaba, y siempre me había atrapado o yo siempre me había sentido culpable por dejarle y había vuelto.
Pero algo estalló en mí. Sin pensarlo, adelanté un pie hacia el borde y me dejé caer. Para mi sorpresa, no caí. Mi pie se apoyó en una superficie dura, como si se hubiera abierto un puente invisible ante mí. Temerosa, avancé otro paso. Y otro. Le noté levantarse. No entendía nada. No comprendía cómo había tenido el valor de desafiarle y saltar. Aceleré el paso intentando seguir una línea recta imaginaria, manteniendo el equilibrio y conteniendo la respiración por si en algún momento se terminaba el puente y caía al vacío. Pero no. Llegué al otro lado. Puse los pies en el suelo visible y suspiré aliviada, notando en mi pecho un calor y una sensación hasta ahora desconocidos para mí. Reí nerviosa, y mi risa se mezcló con mi llanto. Mi llanto de pena se transformó en llanto de alivio y finalmente en llanto de felicidad.
Me volví. Él estaba parado al borde del desfiladero. Me miraba y me gritaba, me hacía gestos para que volviera y me amenazaba con todo lo que me haría cuando me cogiera. Pero no se movía. Nada. Ni un milímetro. Entonces me di cuenta. Él era un cobarde. Un auténtico cobarde a quien le producía pánico la idea de saltar. Estaba paralizado. Un maldito cobarde. Me inundó la rabia contra mí misma y contra él, por haber dejado que me hiciera aquello. Finalmente, la serenidad inundó mi alma. Por fin era libre.
Le eché una última mirada. Él, furibundo, seguía gritando y lanzando amenazas. Entonces me miró a los ojos y comprendió que yo, por fin, había escapado. Porque, a diferencia de otras veces, mi espíritu ahora también era libre. Dejó caer los brazos a los lados, derrotado. Le eché una última mirada, mezcla de odio y lástima. Odio por lo que me había hecho y lástima por cómo había logrado que le odiara. Él comenzó a gritar de nuevo.
Me di media vuelta, ignorando sus gritos. Ante mí, el sendero que antes era estrecho, se volvía ancho, luminoso y fácil de caminar. Y yo sentía cómo mi alma libre se aligeraba a cada paso.
Mercedes Torija
No hay comentarios:
Publicar un comentario